Siempre me he considerado una persona que disfruta al aire libre, por haber crecido en el sur de California. Excursiones de senderismo y campamento en vacaciones familiares eran comunes – sí desplazas atrás suficiente en Facebook es muy probable que encontrarás fotos de mi adolescencia, parada arriba de Vernal Falls en el Parque Nacional Yosemite con cara malhumorada tal como tienden los jóvenes. Estas experiencias me dieron una ingenuidad acerca del acceso a espacios al aire libre y la diversidad de gente que disfrutan de su uso. Incluso, mis amigos de la universidad eran similares en su disponibilidad a juntarse a cualquier excursión espontanea, lo cual me facilitó una comunidad extensa de gente y recursos para conseguir equipos, paseos y consejos. Mis memorias de “salir afuera” eran repletas de personas de todo tipo de oficios, y asumí que toda la gente disfrutaba de la naturaleza de esa manera.
Me desperté abruptamente a la realidad cuando me moví al otro lado del país, a Nueva York, y me volví muy consciente de todo lo que se interpone en contra de la accesibilidad. Sin carro o la comunidad de gente que compartía mis aficiones, reconocí en seguida que mi falta de familiaridad con mi medioambiente, a la par de varias de mis identidades, hacían difícil el sentirme segura aventurando en lo desconocido. Lamentaba los días de despertar y decidir visitar un nuevo sendero, confiada en el conocimiento que tenía algún amigo que me acompañara o había visitado el parque suficiente para poder saber que era un lugar donde me sentiría cómoda. Cuando comencé mi posición como un bilingual public affairs fellow con el programa Science in the Service del Servicio de Peces y Vida Silvestre, sentía que la oportunidad era una atadura mental a los espacios donde había crecido y que ahora anhelaba – lugares donde la grama siempre parecía más verde que la jungla de asfalto afuera de mi ventana de apartamento, desde donde los espacios al aire libre del Noreste aparentaban demasiado lejos mientras balanceaba trabajo y vida de una adulta joven.
Motivada por un deseo a ver la naturaleza y quizás en parte inspirada por el impresionante conocimiento de vida silvestre de mis colegas, invité a mi compañera de apartamento a acompañarme en una caminata gratis para principiantes en la observación de aves. Tomamos el metro, paseamos en un parque, y terminamos convertidas en aficionadas. Mi emoción al haber descubierto que se podía explorar la naturaleza sin viajar a horas de mi hogar me hizo querer aprender más. Cuando le mencioné esto a Martha Maciel, mi supervisora, compartió con entusiasmo su propia exploración por la observación de aves y me recomendó una aplicación de identificación que abrió todavía más puertas. ¡Ahora podía salir a explorar, aunque no tuviera guía!
Desde esa primera experiencia unos meses pasados, ahora frecuentemente salgo a caminar en el “Ramble” de Central Park, buscando identificar una nueva ave, o le señaló golondrinas y cenzontles posadas en escaleras de incendio a los que estén al mi alrededor. A pesar de sentirme un poco absurda al principio, pidiéndole a mis amigos una segunda opinión sobre los cantos de aves que mi aplicación había identificado, comprendí rápidamente que la gente era muy receptiva a la actividad. Estaban emocionados al aprender los nombres de aves que veían frecuentemente en sus hogares o lugares de trabajo, porque les ayudaba a sentirse un poco más en su entorno. He podido ver esa misma emoción en mis padres hispanohablantes, quienes con sumo interés relacionaban las aves que veíamos en un reciente viaje de carretera a las que habían visto creciendo en El Salvador cuando buscábamos traducciones de los nombres.
Tomando prestada estas perspectivas, ahora considero las aves mis amiguitas acompañantes al aire libre que ofrecen una familiaridad para sentirme más cómoda explorando un lugar nuevo. A veces, cuando Nueva York se siente particularmente solitario, levanto la mirada y me fijo en unos gorriones descansando en la esquina de un edificio, y de esa manera siento la alegría de haber vivido la naturaleza como parte de mi día. No todos tienen la habilidad de irse de paseo a los bosques, por varias razones, pero todos podemos recordar que la vida silvestre siempre está a nuestro alrededor. Es por eso que siento que la enseñanza más profunda de este programa - además de aprender que paloma, huilota, llanera y torcaz pueden todas significar “pigeon,” dependiendo a quien le preguntes – ha sido buscar la vida silvestre en todo lugar y apreciar su habilidad a prosperar en circunstancias menos que ideal.
Es mi opinión que el reconocimiento de la omnipresencia de criaturas y animalitos parece ser la manera más accesible de motivar en las personas un interés y una inversión en la conservación, porque esa pasión puede ser cultivada en cualquier lugar. Es por eso que hay tanto poder en la manera que decidimos comunicar la información. Como personas trabajando para mejorar los espacios al aire libre, frecuentemente hablamos acerca de la participación del público, pero dudamos en buscarlos donde ellos estén o en conscientemente superar obstáculos al acceso. Desde educación bilingüe en monarcas (un agradecimiento a Vanessa Morales en la oficina de Ventura por este trabajo en la comunidad) a consejos de jardinería que requieren bajos gastos iniciales, estoy increíblemente orgullosa de haber sido parte del equipo de comunicaciones de la región Pacific Southwest y sus obras para crear ambientes accesibles para todas las personas. En cada esfuerzo para hacer información atrayente e interesante, veo un paso intencional hacia la meta de crear una comunidad de acceso que no exige tener algún conocimiento anterior para poder participar en disfrutar la naturaleza. Algunas veces el primer paso hacia avanzar a la protección de los hábitats es tan simple como fomentar en alguien el cariño a la naturaleza a través del recordatorio que las aves afuera de su ventana posiblemente han recorrido desde el otro lado del mundo para poder posar en su alfeizar.